La Pesadilla de Emeka

Emeka llevaba más de diez años de capo de la droga en Sao Paolo, Brasil. Una noche lo acribillaron a tiros en una rencilla callejera entre los suyos y una pandilla rival. Hospitalizado en Sao Paolo tuvo una experiencia cercana a la muerte. Él fue uno de los que se encuentran entre el 15% de personas que tienen una experiencia cercana a la muerte infeliz en lugar del cielo ven el infierno.

Cuando su alma se separó de su cuerpo no ascendió al Cielo envuelto en un túnel de luz. Bajó al Infierno dentro de un quiasmo de oscuridad.

Una vez llegado al infierno le llevaron a una celda carcelaria. Una celda de confinamiento solitario; pequeño, sin nada de espacio para pasear. Sin ventana. Sin luz. Oscuridad sin más.

Poco después de haber llegado él, un televisor empezó a emitir una grabación en vídeo. El televisor tenía altavoces incorporados con el volumen a tope; imposible apagarlos. El televisor estaba empotrado dentro de una estructura que no se podía tocar. Seguía emitiendo 24 horas al día sin parar. La grabación contaba la historia de una mujer africana encarcelada en Hong Kong. Había sido engañada y forzada por Emeka para que llevara estupefacientes a Hong Kong. Emeka se acordó del día en el que la sedujo con promesas falsas de amistad y amor. Luego la obligó a tragarse 80 bolsas de cocaína encapsuladas y a viajar a Hong Kong.

La película fue de larga duración. Registraba cada segundo de cada uno de los once años de la pena que purgó la mujer en Hong Kong. Daba a conocer su trauma al ser detenida en el aeropuerto de Hong Kong; su vergüenza cuando la obligaron a expulsar las 80 cápsulas en una sala del hospital carcelario de Hong Kong; el dolor que sintió por verse obligada a decirle a su familia en Sudáfrica que se encontraba detenida; la espada que le traspasó el corazón cuando el juez la condenó a once años de cárcel; la pena por no poder ver a sus niños o a sus padres; la agonía de saber que sus padres habían muerto sin que ella pudiera estar con ellos; la nostalgia abrumadora de haber echado de menos a su país durante tanto tiempo; las noches que ella había pasado en blanco afligida por todo tipo de depresiones que torturaban su espíritu.

Al paso que continuaba la película narrando los años, uno tras otro, Emeka sentía unos sudores fríos (lo que no es tan fácil estando en el infierno…) que lo dejaban jadeando, ahogado, sin aliento.

Finalmente terminó la película. Pero tan pronto como terminó aquella, arrancó la proyección de otra película. Más corta esta; contaba las experiencias de sólo diez años esta vez. Pero sin parar, 24 horas al día. Se trataba de otra de las víctimas de Emeka, una venezolana a la que también él había forzado para que llevara droga a Hong Kong. Los mismos temas: la desesperanza de la mujer, su tristeza, su sufrimiento, su dolor, su depresión. Sin parar. Diez años. Más sudores fríos. El corazón de Emeka le batía tan fuerte que por poco se le sale del cuerpo. Lo que más quería él era morirse de una vez para poner fin a esta agonía. "Dios, no puedo más, más no, no lo aguanto más".

Pero sí que había más, y tanto. Otros 378 años más de películas sin parar, cada una recreando el sufrimiento cruel que cada una de las 34 víctimas de Emeka había experimentado. Sí, era él el que había llevado a 34 mujeres a la cárcel en Hong Kong, mujeres vulnerables, necesitadas, desesperadas. A algunas las había engatusado en La Galería, San Paolo, a otras las había conocido por las redes sociales. 34 vidas destruidas, 34 familias destrozadas.

¿Por qué Hong Kong? Fue allí donde él tenía amigos nigerianos entre los capos que se encargaban de encontrar a mulas para que ellas llevasen la droga a China, pasándola a otros nigerianos en Guangzhou que venderían la cocaína a camellos locales.

Con estos recuerdos encontró el estímulo para evocar y desencadenar otra serie de películas: las historias de los centenares de personas en China cuyas vidas y familias habían sido destrozadas por los estupefacientes que llegaron a China. 34 mulas habían sido capturadas en Hong Kong. Pero otras 16 no habían sido detenidas, y su carga de narcóticos había entrado en China. Esa droga había destruido la vida de centenares de personas en China.

Esta secuencia interminable, las historias de esos centenares de vidas que aparecieron en la pantalla en la celda solitaria de Emeka, duró mucho más de once años. Muchas de estas historias duraron 30 o 40 años ya que recreaban las experiencias de chavales tan jóvenes que pasarían el resto de sus vidas luchando por desengancharse de su adicción a la cocaína. Eran centenares de películas, la mayoría de unos 30 años o más de duración: en total más de 9,000 años de películas sin parar.

Al final, cuando los 9,000 años de historias personales llegaron a su fin, apareció un botón rojo en la pantalla del televisor de Emeka con la instrucción: "Repetición". Con eso, todas las películas, todas las historias de las mulas y de los toxicómanos, todo empezó de nuevo. Y volvía a suceder lo mismo cada 9,378 años, un siglo más un siglo menos. Al final de los 9,378 años, volvía al salir ese botón rojo aterrador mientras centelleaba en pantalla la palabra "repetición" y Emeka gritaba: "Más no, Dios no puedo más"…..

Esta fue la experiencia cercana a la muerte que tuvo Emeka. Cuando finalmente recobró consciencia allí en ese hospital de Sao Paolo, empapado de sudor, gritó: "Dios, perdóname; lo siento, Dios perdóname".

Fue entonces cuando ocurrió algo extraño. Ocurrió dos noches después, tranquila ya la sala del hospital donde se encontraba Emeka. A eso de las dos de la madrugada alguien visitó a Emeka, alguien del mundo del más allá. Un hombre bajito, un poco calvo, con barba. Le agarró a Emeka de la mano y le dijo: "Yo también era como tú. Yo hacía daño a la gente; la perseguía, la encarcelaba; algunos murieron por mi culpa. Pero un día, de camino a una ciudad que se llamaba Damasco con el propósito de detener a más personas, Jesús se hizo visible delante de mí y dijo: "Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?" Mi vida nunca volvió a ser la misma. Pasé el resto de mi vida anunciando la Buena Nueva de Jesús. Por eso yo también pasé mucho tiempo en la cárcel. Jesús me salvó. Ahora me ha enviado para salvarte a ti. El trabajo que te corresponde a ti, para el resto de tu vida, es quedarte en esta ciudad que lleva mi nombre y hacer todo lo que puedas para impedir que otros capos de la droga destruyan la vida de las mulas y la de sus víctimas. Haz esto, y cuando mueras, no irás al Infierno sino al Cielo. Para entonces las personas a las que habrás salvado serán más numerosas que aquellas a las que has dañado".

Ojalá algún día la iglesia de América Latina venere la memoria de San Emeka de Sao Paolo.